segunda-feira, 20 de fevereiro de 2012

La vida extraordinaria de un castrato brasileño Ángela Elena Palacios


Amigo o amiga,

     Si lees esto es porque, ojeando discos de música clásica en una tienda, en el hueco que separa el último trabajo de una letra y conduce a la siguiente, has encontrado estas hojas bien dobladas y escondidas. La curiosidad ha hecho que las deslizaras en el bolsillo sin ser visto. Ahora las estás leyendo en tu casa. O a lo mejor nada de esto ha sucedido. Esta carta se ha colado por una rendija, impulsada por el vaivén de cajas de discos de algún comprador poco observador y ha acabado en ese lugar oculto del mueble donde la señora de la limpieza nunca llega. Ahora se balancea enredada en una telaraña. Eres entonces una vieja araña solitaria que mira atónita estos papeles y los lee telepáticamente. Me gusta imaginar que esta carta, sin estar dirigida a alguien preciso, por lo menos va a tener un destino preciso. Preocupación de desocupada redactora, dirás, que justifica que no abra un blog para contarte

     la historia de un hombre del nordeste de Brasil que tenía una voz extraordinaria. Ese hombre viajó por tierras lejanas exhibiendo su prodigio. Incluso grabó dos discos y cantó ataviado con peluca del siglo XVIII en una película de reparto hollywoodiense. No contento con ello, soñó con protagonizar una ópera, pero no una ópera cualquiera, sino una creada y representada en su ciudad natal, Fortaleza. Era un aventurero de propósitos osados, si se tiene en cuenta que en Fortaleza no existía escuela ni tradición de ópera. Por fin un día ese hombre desapareció dejando antes al cuidado de una persona un baúl cerrado, cuyo contenido acabó perdiéndose. Este sería el punto final de la historia si no fuera porque todavía no se ha mencionado el nombre del hombre extraordinario y no se ha revelado la naturaleza de su prodigio. 
    Se llamaba Paulo Abel do Nascimento, nació en 1957, y lo vine a conocer en la casa de una amiga brasileña, Izaíra Silvino, profesora de música, directora de corales, animadora cultural, en definitiva, una mujer intrépida, luchadora contra la falta de imaginación de las instituciones. Una de esas pocas personas que sabe que todo es posible. Ella fue quien, a mediados de los años 80 idealizó una escuela de ópera, que sería la infraestructura necesaria para realizar el sueño de Paulo Abel. Ese sueño recibió el nombre de Moacir das sete mortes ou a vida desinfeliz de um cabra da peste, una ópera con aires de cultura e historia popular del Estado de Ceará. A la escuela se la conoció como Proyecto Ópera Nordestina y fue una labor interdisciplinar, un laboratorio de aprendizaje. La obra se construía al tiempo que sus participantes se formaban como escenógrafos, cantantes, músicos… Fue una idea que hizo torcer la nariz a más de un pedagogo conservador.
     En nuestro primer encuentro, Paulo Abel estaba acompañado por un querubín que tocaba un violín. Podría haber sido carnaval en Río, pero el querubín debe ser de yeso o de porcelana y en realidad acompaña la fotografía de Paulo Abel en la biblioteca de Izaíra, en su casa de Brasília. Admiradora, como soy, de los personajes que hacen de una peculiaridad física o psicológica una seña de identidad que desafía convencionalismos, de esos personajes que las malas personas llaman con desprecio «monstruos», caí inmediatamente seducida por la figura de Paulo Abel. Supe más de su vida y de su singularidad, poco después de la presentación junto a la estantería, a través de dos fuentes. La primera, Paulo Abel, la breve biografía que escribió Elvis Matos sobre el cantante. Matos participó en el Proyecto Ópera Nordestina y hoy es profesor de la Universidad Federal de Ceará (UFC). La segunda fuente, una excelente película de finales de los 80, Las amistades peligrosas, de Stephen Frears, adaptación de la novela epistolar de Choderlos de Laclos. Paulo Abel aparece cantando un aria, Ombra mai fù de Händel. Todo acontece en apenas dos minutos. Madame de Tourvel (Michelle Pfeiffer), una burguesa casada y de virtud aparentemente inquebrantable, entra en un salón aristócrata del París dieciochesco. Paulo Abel comienza a cantar en el escenario con una concentrada dulzura estas líneas que traduzco del italiano: «Nunca la sombra de un árbol fue tan preciosa y amable, tan suave», que es prácticamente todo lo que dice este pasaje de la ópera Jerjes. Mientras, entre el público, se desarrolla el drama del vizconde Valmont (John Malkovich), un seductor inteligente y petulante, que se debate entre su vanidad de rompecorazones y un naciente sentimiento de amor hacia Madame de Tourvel. La imagen de Abel aparece unos instantes, contrapuesta a los gestos y a las miradas leves de los personajes del drama. Pero esos dos minutos son, hoy por hoy, el documento sonoro y visual más rotundo y accesible de Paulo Abel, ante la dificultad de encontrar sus discos o de acceder a referencias extensas hechas a su obra o a su vida en cualquier medio, incluido Internet. Sin ir más lejos, en el imaginario de este país eminentemente musical que es Brasil, es un personaje poco recordado. Pero seguirá preguntándose el lector, sea humano o arácnido, ¿cuál era esa característica prodigiosa de Paulo Abel que lo convertía en un ser extraordinario?
     Nacido en una familia de escasos recursos, por usar un eufemismo, de padre albañil y de madre ama de casa que dio a luz muchos hijos de los que pocos sobrevivieron, Paulo Abel desarrolló una peculiaridad fisiológica que determinaría su vida. Como resultado de un desorden endocrinológico que le impidió desarrollar la testosterona suficiente ―se baraja con fuerza la hipótesis de la malnutrición como causa— su laringe no se desarrolló lo que era de esperar y quedó suspendida en el final de la infancia. Su voz de niño le iba a exponer continuamente a la incomprensión. El sufrimiento generado por ésta, unido a la extrema empatía con los padecimientos de las personas de su mismo origen social, configurarían una personalidad compleja, festiva, desmesurada en algunos momentos, con una ironía que sabía ser cortante cuando se le agredía. Al menos así me lo imagino a partir del retrato que realiza Elvis Matos en su libro. Su voz infantil surgía y se expandía a través de un cuerpo de hombre adulto, con una cavidad torácica que permitía una mayor resonancia, fuerza y duración del sonido. Si esa extraordinaria máquina hubiera pertenecido a una persona sin talento o sin aptitud, Paulo Abel hubiera sido igualmente un hombre especial, pero con un potencial musical malogrado. Ocurrió todo lo contrario. A golpes, de forma autodidacta, yendo contra el rechazo de conservatorios y corales, consiguió aprender música. Se convertiría en uno de los primeros castrados naturales del siglo XX, de los cantantes que propiciarían el renacimiento de un repertorio perdido, interpretado en sus condiciones originarias. 
     Me explico. Si Paulo Abel do Nascimento hubiera nacido en el siglo XVI o, mejor, a mediados del siglo XVIII, en Italia, quizás hubiera personificado héroes mitológicos en alguna ópera, ante un público de la aristocracia ansioso por escuchar una voz capaz de llegar a registros altos inauditos y de mantener las notas suspendidas por un tiempo que se describía entonces como «un instante de vértigo». Quizás hubiera sido uno de los pocos castrati que alcanzó fama y dinero, sólo que sin haber pasado por una cirugía ―ha de entenderse entonces lo de castrato, en el caso de Paulo Abel y del resto de castrados naturales, en sentido figurado. Los castrati, habían entrado en decadencia con la llegada de los ideales ilustrados, que no justificaban el arte al precio de la barbarie, con las agitaciones de las guerras del período napoleónico, que produjeron el cierre de sus escuelas, y con la aceptación de las mujeres en los escenarios de las óperas. Ciertamente se llegó a emascular a una cantidad enorme de niños de los coros eclesiales, de los que sólo un pequeño porcentaje alcanzó fortuna y permaneció con un mínimo equilibrio psicológico, después de los trastornos de identidad y de las dificultades de inserción social que causaba la operación. La Iglesia de Roma, que había permitido la castración de los niños de sus coros ad Gloriam Dei, pasó de divinizar la costumbre a prohibirla. Eso sí, tardíamente. El último de los castrati, Alessandro Moreschi, se retiró del coro de la capilla Sixtina en 1913, dejando antes el único registro sonoro de este género de intérpretes. Por los surcos de un viejo disco de 1902 su voz melodramática y algo desafinada se desliza penosamente. No era ya, ni mucho menos, un intérprete de la calidad de Senesino o Farinelli, y seguramente ya no provocaba ningún desmayo entre la audiencia de fieles del Vaticano.
     Después de Moreschi, que ya era un llanero cabalgando muy solo, se sucedería un silencio más o menos largo de las voces masculinas de registro agudo. A partir de los años 40 un contratenor inglés, Alfred Deller, volvió a popularizar el repertorio de los castrati, cantando en falsete, una técnica para fingir una tesitura más aguda de la que permite la voz natural del ejecutante. Le seguirían otros contratenores y ya más recientemente, sacudido medianamente el polvo de las homofobias y de los machismos, algunos de ellos reivindicarían, parodiando los estereotipos sexuales y a través del acercamiento a la estética del vodevil y del cabaret, la ambigüedad sexual, la homosexualidad o la transexualidad. Es el caso, por ejemplo de Ernesto Tomasini, contratenor moderno de culto y performer del cabaret italiano. O de Edson Cordeiro, forjado como cantante callejero en el centro de São Paulo, que tiene en su haber un repertorio ecléctico que va de la música erudita a la electrónica o al punk. Uno de los temas más conocidos de Edson Cordeiro es una colaboración con la fallecida Cássia Eller, rockera brasileña. Edson Cordeiro canta «La reina de la noche», el famoso pasaje de La flauta mágica,  composición para lucimiento de sopranos rompedoras de copas, mientras Cássia Eller, en música intercalada, hace lo propio, con voz áspera y masculina, con el tema «(I can’t get no) Satisfaction» de los Stones. Edson Cordeiro entró en la industria musical brasileña hacia mediados de los 90. Surgió en un contexto social propicio a su arte y se ha movido con inteligencia entre lo serio y lo paródico, jugando con géneros musicales muy modernos, a diferencia de Paulo Abel que se situaba muy claramente dentro del campo de la lírica clásica y de los géneros tradicionales. Es importante anotar que Cordeiro es de los pocos que ha homenajeado públicamente a Paulo Abel.
     Llegamos al punto culminante donde se produce el salto más allá de los contratenores, y donde aparece nuestro héroe como iniciador de otra posibilidad de las voces masculinas en el siglo XX. Ya no una costumbre salvaje, sino unas condiciones sociales salvajes juzgadas como perfectamente naturales, contribuirán al surgimiento de Paulo Abel y de algunos de los nuevos sopranos masculinos. Enfermedades, malnutrición, falta de acceso a nuevos tratamientos o a intervenciones que podrían evitar o restaurar las consecuencias dolencias. La relación entre países con una gran masa de pobreza, aunque llamados emergentes, y la aparición de los castrados naturales es una hipótesis arriesgada, que me permito confiarle a mi único lector. Nunca me atrevería a exponer esto ante una seria comunidad científica. En el caso de Paulo Abel la relación es clara. Y algo parecido ha podido suceder con los más jóvenes, dos de ellos latinoamericanos: el mexicano Javier Medina y el colombiano Jorge Cano. Sé que como Paulo Abel, Medina y Cano procesaron creativamente una aparente desventaja física. Y conocieron algo que Paulo Abel no conoció. El fenómeno de la película Farinelli, il castrato, de 1994, que popularizó nuevamente la historia de estos cantantes. Se han beneficiado de un público y, especialmente, de una comunidad de profesores de música, en sus propios países, más preparados para lidiar con un timbre de voz inusual. Javier Medina ha recibido formación en la UNAM y Jorge Cano en la Universidad Nacional de Bogotá. Lo que ya es una gran diferencia de acogida en su propia tierra, respecto a lo sucedido con nuestro protagonista.
     Porque el cantante brasileño tuvo que hacer las maletas y marcharse, cuando el cerco sobre su vocación musical y sobre su voz se estrechaba. Para resumir algunas peripecias de su vida en dos párrafos, lo cual sé que es un atrevimiento, nuestro hombre extraordinario, después de ser vetado en 1978 en el Festival de Campos do Jordão ―el festival de música erudita más prestigioso del país― por, palabras textuales de su director de aquel entonces, tener «una voz inmoral», consigue una beca para ir a estudiar al Instituto del Renacimiento Musical, en Florencia, donde comienza su investigación sobre las composiciones para castrati. En Italia trabaja también, para ganarse la vida, dando clases particulares a los hijos de la familia Gucci, dueña de la marca de diseño de moda. Después y no necesariamente en este orden: continuará su formación en Francia, grabará dos discos, participará en recitales radiofónicos, ofrecerá conciertos alrededor del mundo, aparecerá en portadas de revistas especializadas y actuará en Las amistades peligrosas. Estamos ya en la década de los 80, entre mediados y finales, y la carrera de Paulo Abel ha despegado. Periódicamente visita su país y su ciudad en busca de reconocimiento nacional e impulsa proyectos sociales que procuran la formación musical de personas desfavorecidas. Uno de sus proyectos más queridos es la ópera nordestina y la escuela unida a ella. La escuela se desarrolla al abrigo de la Universidad Federal de Ceará, se nutre de la vitalidad alcanzada por su coral, dirigida por Izaíra, y de la locura contagiosa de músicos y alumnos que se embarcan en la aventura. Paulo Abel, que grabará su segundo disco con un repertorio de melodías populares brasileñas, insiste en darse la posibilidad de cantar algo diferente a la música antigua europea, explora aires tradicionales brasileños. En Moacir das sete mortes hay un papel escrito expresamente para su voz, dentro de una ópera moderna, donde la versificación se adapta al decir nordestino, y donde se introducen manifestaciones populares brasileñas como el maracatú, mezcla de cultura indígena, africana y europea.
     Para ir terminando, cuando todo iba bien, todo empieza a ir mal, según narra Elvis Matos. Muere su madre, a la que está muy ligado, comienza a recibir la amenaza y la extorsión de una hermana y del compañero sentimental de ésta. La escuela de ópera comienza a tener problemas, sus enemigos consiguen paralizar el proyecto. La obra continúa en el aire, no ha sido montada hasta hoy. En sus últimas visitas a Fortaleza, algunos allegados le sorprenden tomando a menudo medicamentos. En 1992, amigos y familiares se enteran de la noticia a través de la prensa: Paulo Abel ha muerto el día 8 de mayo, a los 35 años, de SIDA, en un hospital francés. Algo perturbador sucede con lo que resta materialmente de él. Antes de morir, en su última estancia en Fortaleza, Paulo Abel deja un baúl sin llave al cuidado de una amiga. En él se sabe que hay fotos, trabajos, cartas, y otros documentos personales. La instrucción es que, en caso de muerte, sea donado a la universidad. Sin embargo, la hermana de Paulo Abel, antes mencionada, reclama y consigue, policía de por medio, el baúl. Su contenido acaba desapareciendo. En un intento desesperado de conseguir dinero, esta misma hermana desentierra las cenizas del cantante e intenta venderlas. Posteriormente, en un atisbo de lucidez, las esparce en el mar. Relata Matos, sugiriendo una causalidad mágica, que poco después esta hermana muere de una enfermedad misteriosa.
     Bien por causas mágicas, bien por prejuicios arraigados de naturaleza humana, la verdad es que la memoria de Paulo Abel se va desvaneciendo dentro de la historia de la música brasileña, latinoamericana y universal. Parece que el final se precipita hacia el fundido en negro. El año pasado, científicos italianos exhumaron los restos de Farinelli para estudiar sus huesos. Nadie entre los vivos ha escuchado su voz, pero la inquietud por conocer algo más sobre ese hombre que conmocionó la escena musical de una época, persiste. El recorrido de Paulo Abel, más discreto, accidentado y breve, ha dejado, sin embargo, rastros sonoros de una calidad indiscutible. Todo corre el riesgo de irse por el desagüe, con lo que se perdería una historia de vida muy interesante y la memoria de una voz singular. Confío en que seas un curioso apasionado, de esos que suelen encontrarse en las secciones de música clásica de las tiendas de discos. Confío en que si encuentras por casualidad, alguna vez, algún disco de Paulo Abel seas consciente de que se trata de una rareza llena de talento. Y en que cuando veas nuevamente Las amistades peligrosas descifres el secreto de un actor muy secundario, que aparece en una escena cantando un aria. Si eres una araña, no voy a dar por malgastado el tiempo. Confío en tus poderes de percepción extrasensorial, por encima de la opinión de los entomólogos, que te ayudarán a escuchar, tarde o temprano, la voz de este hombre extraordinario.


(TEXTO ENCAMINHADO PELA PROFESSORA IZAÍRA SILVINO)

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